Habían llevado su sillón hasta el rellano del amplio vestíbulo y se hallaba rodeada de sus criados, de la obsequiosa servidumbre del hotel, y en presencia del oberkellner que había acudido a recibir aquella visitante de alta categoría llegada allí con tal aparato y ruido, tan numerosos sirvientes propios y tanto equipaje ... ¡la abuela! Sí, era ella misma, la imponente y rica Antonina Vassilievna Tarassevitchev, gran propietaria y gran dama moscovita; la babulinka , a la que se habían mandado tantos telegramas, moribunda de setenta y cinco años que no se decidía a morir y que de pronto nos llegaba en carne y hueso, como caída del cielo. Allí estaba, conducida en su sillón, como siempre, desde hacía cinco años, con su gesto avispado, irascible, satisfecha de sí misma, erguida en su asiento, dando gritos imperiosos, regañando a todo el mundo ... En una palabra, exactamente la misma Antonina Vassilievna que yo había tenido el honor de ver dos veces, desde que entré de pre
Blog para los alumnos de 2ª Bachillerato