'El talento de Mr. Ripley', de Patricia Highsmith, por Susana Fortes
Siempre que trato de imaginar a Tom Ripley, pienso en un personaje renacentista tocado por el encanto de la duda; un ser privilegiado, de un refinamiento casi florentino, amante del arte y de la buena vida; un tipo elegante, ingenioso, soñador... Pero un psicópata. Alguien que cuando tiene que matar, mata, y además sale bien parado.
También el escenario y la ambientación de las novelas de Patricia Highsmith tienen más que ver con una atmósfera mediterránea, de pueblos con flores y viejas casas encaladas junto al mar, que con la estética esquinada de gasolineras y hamburgueserías rodantes y garitos nocturnos que ha conformado desde siempre el paisaje anímico de la novela negra. El crimen no es aquí una pieza más de la vida urbana, como en Cosecha roja, sino una pasión individual, casi una forma de realización personal. Ripley no tiene nada que ver con el detective desencantado y duro al estilo de Sam Spade o de Philip Marlowe; tampoco posee el romanticismo del strong silent man, ni su sarcasmo. En el fondo, los personajes del género negro se mueven en una barrera ética ambigua, pero tienen perfectamente clara la diferencia entre el bien y el mal. Ripley, no. Es un seductor maravillosamente amoral y lo bastante inteligente o loco o persuasivo para ser capaz de convertirse en otro. Pero esa suplantación no se produce para burlar mejor el cerco policial, sino por la pura necesidad de ser otro. Ahí radica su encanto. "Más bien simpatizo con los delincuentes", decía Patricia Highsmith. "Los encuentro interesantes. A no ser que resulten monótonos y estúpidamente brutales".
La creadora de Ripley detestaba que se la encasillara dentro de la serie negra, de la que realmente no sólo la separan diferencias de orden icónico, sino sobre todo psicológico y afectivo; sin embargo, hay algo esencial que la sitúa en la misma pauta, porque la novela policiaca tiene que ver con el placer derivado de la resolución de un enigma, que es un placer, si se piensa, muy adolescente. No es casual que las novelas de misterio y grandes crímenes comiencen a leerse a una edad en la que se empieza a dudar de la inocencia. Yo recuerdo que en esa época amaba a la vez, y de un modo contradictorio, la poesía y los ejercicios de lógica matemática, la tinta invisible y los conflictos morales, el humo de los cigarrillos que fumaba Humphrey Bogart en El halcón maltés y la mirinda de naranja. Dentro de la imagen segura y controlada del mundo adulto que tenía en esos años, las novelas de Patricia Highsmith me situaban de pronto ante una verdad sobrecogedora: en una situación aparentemente apacible, alguien, un vecino, un antiguo compañero de estudios, cualquiera, en el momento menos pensado, podía convertir nuestra existencia en una pesadilla. El reto de la lectura tenía entonces algo de partida de ajedrez. Había que imaginar la jugada siguiente, adelantarse a los acontecimientos, preverlos. Ésa es en parte la clave del suspense, según Alfred Hitchcock, que fue quien más contribuyó a la popularidad de Patricia Highsmith cuando llevó a la pantalla su novela Extraños en un tren. Sin embargo, de todos los personajes de esta escritora huraña y amante de los gatos, fue precisamente Tom Ripley el más mimado por el cine. La primera adaptación deEl talento de Mr. Ripley fue interpretada en 1960 por Alain Delon, Maurice Ronet y Marie Laforêt -aquella actriz de ojos de color moscatel- en A pleno sol. Hace cuatro años, Anthony Minghella llevó a la pantalla una versión más fiel de un Tom Ripley, sexualmente ambiguo y dubitativo, con aspecto de angelical demonio indefenso, que llega a la cumbre de la seducción cuando interpreta My funny Valentine.
El verdadero juego que nos propone la escritora consiste en invertir los papeles: el héroe es el asesino, un asesino tocado por un levísimo halo de desamparo que lo hace infeliz y, por tanto, cercano y comprensible. Por el contrario, las víctimas no nos resultan especialmente simpáticas, y el lector va adentrándose sin darse cuenta en ese complejo reborde moral donde el placer no reside en el castigo del culpable, sino en la aproximación al asesino hasta el punto de desear la posibilidad de un crimen perfecto. Son novelas deliciosamente incorrectas en las que Patricia Highsmith, muy hábilmente, nos deja a los lectores la última palabra. O el silencio, que es ese escalofrío íntimo con el que cerramos el libro y lo apoyamos sobre la mesilla de noche como quien deja una pistola cargada.
(Fuente: El País, 15-05-2004)
Susana Fortes. Licenciada en Geografía e Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y en Historia de América por la de Barcelona, ha dado clases de español en Estados Unidos, y trabaja como profesora de Historia en un instituto de Valencia, ciudad en la que reside. Es articulista en La Voz de Galicia y en El País, y apasionada por el cine, colabora también en revistas de ese género.
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